Invariablemente desde que existo, me sucede que cuando camino junto a alguien, hombre o mujer, siempre me rebasa; como si nada, me adelanta con la zancada más fuerte, más larga. No se dan cuenta de que soy pequeña, muñeca de corazón caliente, y sin querer me dejan sola detrás, esperando impacientes a que llegue a su lado, porque eso es lo que de mí se espera; que llegue pronta, que llegue y que no haga sopas.

–¡No tardes tanto, nena, anda más deprisa! –me llevan repitiendo toda la vida.

Y no se enteran de lo que sufro. Nadie lo nota. Siempre detrás de la estela invisible de su importancia, esa cosa fata con la que no tropiezas nunca pero sabes que es mala. Todos reclaman, me llaman, y mi cara no entiende nada; se angula, se cuadra y dice que ya no te ama. Y, Juan, si me quieres, ¿por qué tu andar no me acompaña?, ¿por qué lo haces frío? Lógica aritmética de dos puntos perennes en la equidistancia, eternos de por vida: deberías saber que las piernas de carne nunca se alargan.

Nadie se puede enfadar si no se anda como se debe. Sencillamente, no se puede.

 

 [Y Dorotea, enrojecida, llora. Retuerce su llaga, condena semejante a la de un amante mortal y transitable, para suspirar una vez más y acelerarse].

 

 

dorotea enrojecida 2