Para un océano verde amarillo que medra a la espalda de un verano

A las bodas de casco histórico y altar me gusta ir siempre de tocado con guantes y abanico. Es mi tradición y es mi etiqueta. Se casaba mi cuñado Ángel con su amada Marieta en Salamanca, tierra de embutido y de toro, en un lugar espléndido, austero castellano pero regio. Una abadía franciscana restaurada y ganada para el ocio con todas sus estancias, jardines y anexos perfectamente diferenciados para uso y disfrute de pudientes.

Un lugar para perderse un rato y volar siglos atrás con una copa de vino francés en la mano. De un costado de la edificación principal, el hotel, salía a modo de contrafuerte un puente que posaba el brazo de su arco al otro lado de la vega del Tormes.  Así de bonito es. Y todo el conjunto, aquel día, estaba bañado de la luz opaca pero dorada de un resplandeciente y recién estrenado otoño. Fue un 8 de octubre de 2011, (justo) unos días antes de que partiera a mi cita anual con los pilares.

Llevaba un vestido inspirado en uno que lució Eve Marie Saint en Con la muerte en los talones. Aquel año, por primavera, la pasarela (internacional) recuperaba la gran modistería de los magníficos años 50, que fue espectacular en todos los sentidos. Así que me empeñé en hacer un vestido fiel reflejo de todo aquello y que pareciera único. Abrí la caja de las telas y allí la encontré. Después de tantos años lo iba a utilizar: un impresionante resto de jacquard de seda natural de color borgoña entretejido con hilo negro, también de seda; un trapo ligero, evaporado; tanto, que dentro una se suspende serena y ahí se queda, ingrávida, flotando.

Dejé muy acabada la idea en papel-tela para llevársela a la modista y que no pusiera imaginación de su cosecha, algo habitual en algunas de ellas, que creen que las que cosemos un poco no tenemos ni idea. Varias semanas y pruebas después, con discutidísimos cambios en la colocación del talle para un fajín, que debía ser muy alto, nació mi vestido y respiré. Porque hete aquí que los talles de esas creaciones, al revés de cómo se confeccionan habitualmente, deben funcionar a modo de suave pero amplio corsé; y en esos pequeños cambios es donde radica el verdadero estilo, lo que hace que una prenda de ropa se convierta en elegante por sí sola, que no sea sólo moda.

Así que mi largo paseo con vino me llevó a la habitación nupcial, una estancia de corte medieval rescatada con finura y de buenos modos en el siglo XXI. Cama con dosel, cortinones de terciopelo, dos bargueños, un baúl en la balconada, un escritorio dieciochesco y algunas otras cosas, ornamentando las paredes y el suelo, que ya no recuerdo bien. Mientras me dejaba envolver por todo aquello, me sorprendió una camarera que entró en la habitación y me dijo: “Señora, disculpe, ya está aquí. ¿Dónde lo ponemos?” “Encima de la cama, cerca del piecero”, indiqué. Era mi regalo sorpresa para los novios, un espejo de los años 20 envuelto en papel de estraza con una nota metida en un sobre blanco que decía lo siguiente:

Soy Espejo. Y me hicieron hacia 1927, en París. Maduré en aquellos años del Art Decó, cuando la mujer empezó a ser algo más que carne de reflejo. De hecho, la revolucionaria Gabrielle Chanel tuvo uno parecido a mí a la entrada de su casa. Desde este lado he visto pasar la vida y la cara de muchas personas. Conozco de tristezas y alegrías, de júbilo y borracheras; pero de lo que más sé es de los ojos de la gente, de su mirada, de su verdad. Dicen de los espejos, y más de los que están azogados como yo, que siempre devuelven la realidad. Y hoy me dejan aquí, para vosotros, para que con lo que venga no se pierda nunca esa otra forma de mirar.

Allí mismo, sentada encima del baúl y bailando con mis musarañas, contemplaba ensimismada el juego evanescente de las libélulas, esas hadas, justo encima de la imperceptible línea que el río dibuja entre el agua y sus patas. Y mientras sus alas se llenaban de transparencia multicolor por la luz del atardecer en Salamanca, se recogió en mi interior cómo me gustaría ahora verme casada: en una cala oculta que hay al lado de San Antonio, desnuda junto a un él y cogida de su mano, haciéndonos cosquillas en los dedos de los pies la puntilla rizada blanca del final del agua.
Os enseño mi vestido: Borgoña Mar Azul; el que entonces, en aquella boda, estrené.

Borgoña Mar AzulEn costura.

 

 

Y este es el espejo que luce hoy, todavía joven, en una casa de la ciudad de Salamanca.

Art Decó